viernes, 23 de abril de 2010

DE LO SAGRADO A LO RACIONAL


Muchos católicos hemos nacido casi ahogados en el misterio y el agua bendita. La divinidad estaba presente aún en el menor recoveco de nuestras vidas. Éramos piadosos, devotos, supersticiosos, crédulos, dóciles; éramos chicos buenos y miedosos. También éramos místicos. Sublimábamos todo. El mal, el desorden, las desgracias venían siempre de nuestros pecados. Al pecado lo teníamos que combatir en nosotros y alrededor de nosotros por medio del sacrificio, de la fuerza de voluntad, de la disciplina personal, sin olvidar la oración y el compromiso misionero. A veces rezongábamos, pero nuestras rebeldías no solían durar mucho. Creíamos en un Dios infinitamente bueno, pero no éramos merecedores de su bondad. Teníamos que luchar sin cesar para no perder la gracia divina o para ser dignos de ella. Nada era nunca ni demasiado bello ni demasiado grande para nuestro Dios. Por eso le construíamos iglesias en todas las esquinas. Y le entregábamos nuestra vida sin hesitar. Llenábamos seminarios y conventos, comprometiéndonos con fervor a una vida de austeridad, de oración, de don de nosotros mismos. Nos sentíamos privilegiados por conocer el camino de la salvación; creíamos que ese camino había sido revelado por Dios tal como nos había sido enseñado y que, por desgracia, permanecía oculto a otras naciones menos afortunadas que la nuestra. Suspirábamos fervorosamente por la hora en que todos los pueblos de la tierra que “yacían en las tinieblas y en las sombras de la muerte” tuvieran pronto la gran suerte de compartir nuestro tesoro.

Cuando todavía estábamos en la etapa de la sobrevivencia, esa visión dura de la vida era reconfortante. Conocíamos las reglas. Sabíamos a qué atenernos. Éramos los herederos de las alegrías del cielo, seguramente, pero a condición de que durante nuestra vida terrenal nos invirtiéramos personalmente en las cosas de Dios, no cuestionáramos significativamente el sistema en que estábamos insertos y enfrentáramos las dificultades del camino con resignación y coraje. Todo el que ponía en tela de juicio esa manera de ver era malo, o sospechoso de serlo.

Gracias a Dios, llegó un día en que la razón, acorralada en ese mundo tan divinamente controlado, por fin salió de la sombra y se fue ganando un espacio honorable bajo el sol. El desarrollo de la ciencia, de la industria y de la tecnología, el crecimiento de las ciudades y los grandes cambios sociales nos hicieron comprender que había otras formas de ver, de hacer, de pensar y que, al fin y al cabo, éramos dueños de nuestros destinos. Que, no sólo podíamos, sino debíamos liberarnos de esa vida ardua que nos amarraba a la fatalidad de lo establecido para la eternidad por voluntad presuntamente divina. Nos animamos entonces a pensar de otra manera. Rechazamos por siempre la idea de que el ser humano sea casi un dios y al mismo tiempo nada más que un impotente, un malvado, un culpable, un instrumento del destino, un simple juguete en las manos de un Ser omnipotente.

Descubrimos que éramos simplemente ignorantes. Entonces nos pusimos a la tarea de comprender, luego de explicar y de intentar finalmente de conciliar las cosas. De la religión y de Dios logramos liberarnos por completo o, si no, los humanizamos. Los cristianos lúcidos redescubrieron a Jesús como un ser humano. Las luces de la razón y de la ciencia, que habían sido a menudo tenidas en menos por la fe, volvieron a brillar para nuestra salvación. Jesús ya no era el Salvador ante quién nos arrodillábamos, sino un compañero de camino en nuestras búsquedas. Fue la primavera de la libertad. Un viento liberador soplaba sobre nosotros. No teníamos más amo que nosotros mismos.

Hasta aquí hemos llegado. En las naciones más desarrolladas, Dios, Jesús, lo sagrado están retirándose cada vez más a la esfera privada, y, en medio de la frágil libertad recién descubierta, crecen nuevas formas de esclavitud.

Seguro que mucho queda todavía para descubrir…

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