domingo, 4 de diciembre de 2011

EL DESARRAIGADO



Érase una vez un árbol que se desvivía por que sus ramas crecieran 
hasta agarrar las estrellas 
y vaciarlas de todas sus riquezas. 
Mientras que descuidaba sus raíces e incluso las despreciaba.

Hubo un tiempo en que el mundo bullía de seres que no se veían, pero allí estaban. Bajo cada brizna de hierba se escondía un espíritu. Y las cosas tenían voz. Las mismas piedras hablaban.

Era el tiempo en que el hombre y la mujer se entrelazaban como dos árboles plantados en medio de la naturaleza. Su espíritu y su cuerpo estaban arraigados en la tierra, y su corazón temblaba con el estruendo del trueno y el hormigueo de las sombras.

El sol se levantaba y acostaba sobre la tierra. La tierra estaba en el centro. El cielo lo envolvía todo. Y del cielo se colgaba la luna para iluminar la noche. Una especie de dios muy grande los protegía; a veces venía a tomar el fresco y a platicar con ellos. El humano jamás estaba solo.

Al pasar del tiempo, se descubrió que el centro era el sol y que la tierra era la que giraba alrededor de él. Y se descubrió también que nuestro sol era apenas una estrella insignificante en el extremo de una galaxia cualquiera perdida entre miles de millones de otras. La tierra y el humano quedaron reducidos a menos de un granito de arena en el fondo de un océano sin fin.

Después vino la máquina. Después vino la máquina. Ayudó mucho al humano a liberarse de sus miedos, pero al mismo tiempo lo fue alejando de las piedras que hablan.El ruido de los motores reemplazó el canto de los pájaros y el humano dejó de charlar con los peces. Entonces comenzó a sentirse cada vez más solo en el universo. No tenía con quién conversar y compartir la intimidad de su ser.

Nadie le comprendía como cuando conversaba con las estrellas, los ruiseñores y las libélulas. Se aburría hablándose siempre a sí mismo.
Su vecino era como él. Su esposa, sus niños eran como él. Solo conocían el lenguaje de las máquinas, el lenguaje de lo que se fabrica, se compra y se vende.
La máquina es así: consume la tierra, el árbol, el animal, el metal; corta, tritura, hace y deshace, pesa, mide, produce. Mientras más produce más hambre tiene…

El humano se ha vuelto parecido a la máquina, una máquina que consume para producir y que produce para consumir. No piensa nada más que en eso, no habla más que de eso.

Sin la máquina, el humano está desnudo.

Felices quienes, sin dárselas de mesías, ni de puros entre los impuros, no permiten que la máquina les trague el alma.

“No solo de pan vive el humano…”
(Lucas 4, 4).
Eloy Roy

miércoles, 9 de noviembre de 2011

CÁNCER AMIGO


“Esto vale para toda persona que amontona para sí misma” (Lc 12, 21).

Grandes progresos se han dado en la lucha contra el cáncer, pero nada lo para. Sigue expandiéndose en forma asombrosa. Ya forma parte de nuestra vida. Casi un amigo. Un amigo muy parecido a nosotros mismos.

El cáncer es la célula que se ríe de todo, se burla del organismo del que forma parte, se hincha, se reproduce; creyéndose bella, única y perfecta, no cesa de multiplicarse.

Es una célula que está llena de sí misma, no tiene ojos más que para sí misma, sólo piensa en satisfacer sus deseos, en saciar sus pantagruélicos apetitos de poseer, sus ansías tan devoradoras que, cuando, al final, no queda más nada a su alcance, tiende a devorarse a sí misma.

El cáncer es la historia de una pequeña célula, que ha perdido el norte y el sentido de sus límites; se embala, estalla y se vuelve loca. Es la desmesura, la hipertrofia, el desequilibrio absoluto.

Es esa vieja enfermedad del ser humano que parece haber nacido con él, la misma que estigmatizan el mito de Prometeo entre los griegos, la leyenda del gigante Kua Fu entre los chinos, la teoría del pecado original entre los cristianos, el insaciable deseo del ego como causa del sufrimiento en Buda, la fábula de la rana y el buey del buen Lafontaine. El cáncer se confunde casi con nuestra propia historia.

Por el camino hemos dejado a Dios a un lado con el pretexto de que había hecho mal las cosas y hemos tomado su lugar pensando poder arreglarnos mejor sin él.

Y he aquí lo que hemos logrado: nuestro césped y nuestros árboles están enfermos, nuestros pájaros y nuestros peces también; un cuarto de la humanidad es obesa, devora y mata, mientras otro cuarto, con el estómago vacío, es devorado y matado, y el resto se queda estancado entre ambos.

Me gusta consumir. Consumo, luego soy. El cáncer es la necesidad de consumir trasladada a mis células.

El cáncer es mi vida. Es el alma del famoso sistema económico que rige el planeta y que está acabando con él, al que nosotros mismos damos de comer mientras él nos devora.

Ya lo dije, el cáncer es un amigo. Es más: es nuestro dios, a nuestra imagen y semejanza.

Eloy Roy

martes, 7 de diciembre de 2010

CAMINANDO SOBRE EL SOL


Un pequeño científico en cierne, que lleva anteojos gruesos y mira mucho la tele, dice, un día, a un anciano muy encorvado quien había dedicado su vida a la investigación científica:

- Hoy día, profesor, gracias a la ciencia y a la tecnología, nada es imposible. Ya el hombre exploró la luna, ¡seguro que pronto va a caminar sobre el sol!

El viejo profesor se endereza ligeramente, se limpia un poco la garganta, fija sus ojos sobre el pequeño de anteojos gruesos y le responde en forma bonachona:

- No creas, joven amigo, que sería una hazaña muy grande, pues ya estás caminando sobre el sol.

- ¿Yo?, replica el niño asombrado. Señor profesor, yo no estoy sobre el sol sino sobre la tierra. La tierra está a 150 millones de kilómetros del sol, y el sol es un horno tremendamente caliente.

Enarbolando la más suave sonrisa, el anciano responde:

- Estar sobre la tierra, muchacho, ya es tener los dos pies sobre el sol, porque has de saber que la tierra no es más que un gran pedazo de sol. Fíjate en el fuego que escupen las chimeneas de los volcanes; este fuego revela la verdadera naturaleza de la tierra. Muchos creen que la tierra es sólo una masa de suelo, piedras y agua e ignoran que antes que nada es una masa de fuego. Esta masa de fuego se separó del sol hace muchísimo tiempo. Con el tiempo su superficie se enfrió y endureció, pero, en su centro, sigue ardiendo con extrema violencia al mismo tiempo que va girando en torno al sol como un bebé panda en torno a su mamá. Vivimos sobre una estrella, mi querido niño.

- ¡Vivo sobre una estrella, y yo no lo sabía!..., exclama el niño abriendo unos ojos inmensos detrás de sus espejuelos.

- ¡Eso mismo, mi querido niño! Estás viviendo sobre una estrella, repite el profesor acariciando la cabeza del muchacho. Y puesto que no podrías existir sin el sol y sin la tierra, yo añadiría que tú eres un hijo del sol y de la tierra y una estrella como ellos.

- ¿Yo, una estrella?, exclama el niño aún más asombrado.

- ¡Oh sí, una pura estrella! ¡Y mucho más que una estrella! Le retruca el profesor cargando las tintas. El día en que descubras que la realidad siempre sobrepasa en gran medida todo lo que tu cerebro puede percibir, ese día, comenzarás a quedar deslumbrado por la maravilla que tú eres. Ciertamente, la ciencia y la tecnología están descubriendo grandes cosas sobre las estrellas, pero ellas mismas no son ni serán jamás estrellas. Pueden explorar el interior del cuerpo humano y con una sola de sus partículas clonar otro cuerpo humano, sin embargo, ellas nunca podrán inventar un solo átomo de vida, o la menor parcela de amor. Nunca podrán penetrar el secreto que tienes escondido en lo más profundo de tu ser, allí donde brilla el maravilloso sol que eres. Por ello, ante los más grandes prodigios de nuestros laboratorios e industrias, siempre se podrá lamentar, junto con Confucio, el que se tenga ojos y no se vea el monte Tai.

El profesor hubiera podido cerrar la conversación con esa sentencia altisonante, pero no puede frenar su deseo de añadirle esta otra:

- La ciencia, mi joven amigo, dará pasos agigantados de progreso para el bien de la humanidad sólo cuando se acuerde de que no son los ojos los que crean la luz, sino la luz que crea los ojos.

Dicho esto, el profesor se retira, dejando a nuestro pequeño científico en cierne completamente aturrullado. Que el ser humano sea más grande que la ciencia y la tecnología es una novedad absoluta para él. Y por primera vez de su vida, se pone a pensar que nadie debería aspirar a llegar a ser un gran científico si, al mismo tiempo, no busca sinceramente convertirse en un sabio. En su pequeña cabeza chispeante de inteligencia, ya puede prever que a fuerza de exaltar la ciencia a costa de la sabiduría, los humanos de nuestro tiempo corren el gran riesgo de transformarse, sin darse demasiada cuenta, en robots de su ciencia y tecnología, y quizá incluso en esclavos de los que ya dejaron sobre la luna el rastro de sus pasos.

Soñar con caminar sobre el sol no es tan tonto después de todo, piensa nuestro pequeño científico ahora vuelto sabio en cierne, basta saber que es necesario comenzar inmediatamente a tomar un mayor cuidado de nuestra tierra, que es como la niña de los ojos del sol, y a preocuparse seriamente de la miserable suerte de los innumerables terráqueos que no tienen todavía su propio espacio para vivir contentos bajo ese mismo sol.


viernes, 23 de abril de 2010

DE LO SAGRADO A LO RACIONAL


Muchos católicos hemos nacido casi ahogados en el misterio y el agua bendita. La divinidad estaba presente aún en el menor recoveco de nuestras vidas. Éramos piadosos, devotos, supersticiosos, crédulos, dóciles; éramos chicos buenos y miedosos. También éramos místicos. Sublimábamos todo. El mal, el desorden, las desgracias venían siempre de nuestros pecados. Al pecado lo teníamos que combatir en nosotros y alrededor de nosotros por medio del sacrificio, de la fuerza de voluntad, de la disciplina personal, sin olvidar la oración y el compromiso misionero. A veces rezongábamos, pero nuestras rebeldías no solían durar mucho. Creíamos en un Dios infinitamente bueno, pero no éramos merecedores de su bondad. Teníamos que luchar sin cesar para no perder la gracia divina o para ser dignos de ella. Nada era nunca ni demasiado bello ni demasiado grande para nuestro Dios. Por eso le construíamos iglesias en todas las esquinas. Y le entregábamos nuestra vida sin hesitar. Llenábamos seminarios y conventos, comprometiéndonos con fervor a una vida de austeridad, de oración, de don de nosotros mismos. Nos sentíamos privilegiados por conocer el camino de la salvación; creíamos que ese camino había sido revelado por Dios tal como nos había sido enseñado y que, por desgracia, permanecía oculto a otras naciones menos afortunadas que la nuestra. Suspirábamos fervorosamente por la hora en que todos los pueblos de la tierra que “yacían en las tinieblas y en las sombras de la muerte” tuvieran pronto la gran suerte de compartir nuestro tesoro.

Cuando todavía estábamos en la etapa de la sobrevivencia, esa visión dura de la vida era reconfortante. Conocíamos las reglas. Sabíamos a qué atenernos. Éramos los herederos de las alegrías del cielo, seguramente, pero a condición de que durante nuestra vida terrenal nos invirtiéramos personalmente en las cosas de Dios, no cuestionáramos significativamente el sistema en que estábamos insertos y enfrentáramos las dificultades del camino con resignación y coraje. Todo el que ponía en tela de juicio esa manera de ver era malo, o sospechoso de serlo.

Gracias a Dios, llegó un día en que la razón, acorralada en ese mundo tan divinamente controlado, por fin salió de la sombra y se fue ganando un espacio honorable bajo el sol. El desarrollo de la ciencia, de la industria y de la tecnología, el crecimiento de las ciudades y los grandes cambios sociales nos hicieron comprender que había otras formas de ver, de hacer, de pensar y que, al fin y al cabo, éramos dueños de nuestros destinos. Que, no sólo podíamos, sino debíamos liberarnos de esa vida ardua que nos amarraba a la fatalidad de lo establecido para la eternidad por voluntad presuntamente divina. Nos animamos entonces a pensar de otra manera. Rechazamos por siempre la idea de que el ser humano sea casi un dios y al mismo tiempo nada más que un impotente, un malvado, un culpable, un instrumento del destino, un simple juguete en las manos de un Ser omnipotente.

Descubrimos que éramos simplemente ignorantes. Entonces nos pusimos a la tarea de comprender, luego de explicar y de intentar finalmente de conciliar las cosas. De la religión y de Dios logramos liberarnos por completo o, si no, los humanizamos. Los cristianos lúcidos redescubrieron a Jesús como un ser humano. Las luces de la razón y de la ciencia, que habían sido a menudo tenidas en menos por la fe, volvieron a brillar para nuestra salvación. Jesús ya no era el Salvador ante quién nos arrodillábamos, sino un compañero de camino en nuestras búsquedas. Fue la primavera de la libertad. Un viento liberador soplaba sobre nosotros. No teníamos más amo que nosotros mismos.

Hasta aquí hemos llegado. En las naciones más desarrolladas, Dios, Jesús, lo sagrado están retirándose cada vez más a la esfera privada, y, en medio de la frágil libertad recién descubierta, crecen nuevas formas de esclavitud.

Seguro que mucho queda todavía para descubrir…

lunes, 29 de marzo de 2010

BIG BANG


El sol se apaga a mediodía. Una espesa niebla cubre el cielo. Un condenado lanza un grito de muerte, la tierra tiembla, se parten las rocas, se abren las tumbas, los muertos regresan a la vida e yerran por las calles de la ciudad. El gran velo del templo se desgarra de arriba a abajo, el santo de los santos queda al descubierto, el mundo se tambalea. Ha llegado el fin.

El regreso al caos. El terror. Las puertas cerradas. La supervivencia imposible. Los sueños derrumbados. Los símbolos desintegrados, las certezas aniquiladas. Ya nada es verdadero. El mundo es un infierno. La vida absurda. El hombre y la mujer, apenas un soplo contaminado.

Sólo cuerpos jadeantes, ojos pasmados, seres que se reducen y se van disolviendo en la nada.

Todo había sido sólo un error, una ilusión, una alucinación.

Lamentaciones amargas. Vergüenza absoluta.

¿Por qué, por qué haber creído?

Dolor infinito.

Últimos momentos. La mano se afloja, la boca recupera su forma, los ojos se cierran, la respiración se vuelve más lenta y más suave. No hay más resistencia. Abandono total.

Cae un silencio de muerte. Interminable…

Y por fin el alba.

Todo vuelve a comenzar. Pero de otra manera. Ahora sabemos distinguir mejor entre lo que tiene futuro y lo que no lo tiene.

(Mt 27, 45-54)